sábado, 5 de diciembre de 2009

Occidente nunca aprende las lecciones Afganas: los británicos, 1842

Conocida desde la época de Alejandro Magno, Afganistán es una tierra de montañas agrestes, guerreros feroces, fuertes rivalidades tribales y una complejidad política donde se entremezclan lazos de sangre, fanatismo religioso, historia, oportunismo y traición, complejidad que puede resultar tan difícil de entender para nosotros, como lo fue para los europeos de ayer que se aventuraron en aquellas tierras extrañas y peligrosas. Sí todavía quedamos sorprendidos de como la guerrilla afgana mantuvo en jaque al ejército de la poderosa ex Unión Soviética y como los talibanes, en pleno siglo XXI desafían a EEUU y a la OTAN, podremos comprender como a inicios del siglo XIX aquel país asiático se perfilaba como un lugar de gran misterio.
En aquella época, poco se sabía de sus gobernantes y su cultura. Geográficamente sin embargo, el país se encontraba en el camino de la confluencia de los dos imperios más expansionistas de la época, Rusia y Gran Bretaña, y pronto los diarios de Londres y San Petesburgo publicarían artículos sobre aquella civilización y su topografía.
Desde el colapso del gran imperio Durrani, fundado en el siglo XVIII, Afganistán se había sumido en un estado constante de anarquía, hasta que en la década de 1830 asumió el poder Dost Mohammed, un hombre que había prometido traer estabilidad a una tierra que había parecido olvidarse de ella. El nuevo emir demostró grandes cualidades y coraje para gobernar, imponiéndose a sus hermanos en el trono. Sin embargo, aún tenía dos rivales potenciales que reclamaban el poder.
Uno de ellos era Shah Shujah, un emir que había sido depuesto veinte años atrás y quien durante dos décadas fue refugiado en la corte del gobernante de Punjab y posteriormente pasó a convertirse en pensionista de los británicos. El ex monarca vivía confortablemente en la ciudad de Ludhiana y constantemente clamaba por apoyo para recuperar su trono.
Mientras esto ocurría, Dost Mohammed enfrentaba dos problemas de política externa. Los persas deseaban la provincia de Herat, en el sector este del país, mientras que un Majarah hindú, Ranjit Singh, había ocupado por la fuerza la provincia de Peshawar, en la región oeste del país.
Dost Mohammed deseaba recuperar Peshawar y solicitó los buenos oficios británicos, toda vez que Ranhit Singh era un vasallo de la corona inglesa. Visto que esto no fue posible, Mohammed recurrió al apoyo ruso. Al ser informado sobre esta alianza, en enero de 1838 Lord Auckland, gobernador general británico en Calcuta, despachó un mensaje a Dost Mohammed en el cual le exigía renunciar a sus reclamos en Peshawar y a su alianza con los rusos. La carta había sido escrita en un estilo tal que no se podía ocultar su contenido amenazador. Como era lógico de esperar el emir afgano rechazó la misiva, razón por la cual al arrogante funcionario británico, mal aconsejado por su ambicioso asesor político, Sir William Macnaghten, decidió solucionar el impasse de un modo muy peculiar, es decir, invadir Afganistán, deponer al emir y poner en su lugar al viejo Shah Shujah.
En junio de 1838 el depuesto emir suscribió un protocolo secreto con los británicos mediante el cual, a cambio de ser reinstalado en el trono con su asistencia, renunciaba a todo reclamo sobre Peshawar. En consecuencia, el primero de octubre de ese año el gobernador Auckland emitió un manifiesto catalogando a Dost Mohammed como un enemigo y reconociendo a Shah Shujah como el monarca legítimo de Afganistán.
Acto seguido Auckland despachó un ejército de 9,500 hombres comandado por el general Keane, compuesto por soldados indios y británicos pertenecientes a la Compañía de las Indias Orientales para reducir al emir afgano. Aquella fuerza estaba dividida en seis regimientos de infantería, un regimiento de caballería, dos compañías de artillería, ingenieros, bandas militares y grandes cantidades de provisiones. Asimismo, estaba reforzada por unos 7,000 Afganos leales a Shah Shujah.
Además de las necesidades militares relacionadas con municiones y alimentos, los oficiales británicos fueron a la guerra llevando consigo muchas de las comodidades que tenían en sus hogares, incluida vajilla, copas de cristal, licores y hasta sus animales domésticos. Por ejemplo, en la marcha a Kabul un oficial utilizó dos camellos sólo para transportar sus cajas de cigarros mientras que un brigadier general necesitó sesenta camellos para sus efectos personales. Cada regimiento disponía de 600 nativos indios para cuidar las pertenencias de los oficiales. Cada pelotón contaba con cocineros, cargadores de agua y lavanderos. Cada oficial llevaba diez sirvientes. A ello debían añadirse las familias propias y las de los empleados, músicos y hasta prostitutas para las compañías de soldados. Así, cuando este ejército marchó en campaña a inicios de 1839, tenía un total de 16,500 combatientes y una multitud de 38,000 seguidores, que, sin saberlo, iban a enfrentar uno de las más humillantes debacles en la historia de Gran Bretaña.
Para la primavera de 1839 el ejército británico cruzó el pase de Bolan sin mayores contratiempos. Posteriormente llegaron a Kandahar, la segunda ciudad en importancia del país, siendo recibido el nuevo emir entre vivas de la población. De Kandahar continuaron hacia la imponente fortaleza de Ghazni la cual fue ocupada tras un fiero combate. El 30 de junio los británicos prosiguieron hacia Kabul, y en una semana llegaron a la capital sin encontrar mayor resistencia, pues esta había sido evacuada por las fuerzas leales a Dost Mohammed. La recepción a Shah Shujah fue sin embargo fría y silenciosa y un observador sagas hubiera comprendido que sólo el oro británico y su poderío militar podrían mantener al nuevo emir en el poder.
Luego que Shah Shujah fue instalado en el trono, la vida pare las fuerzas de ocupación británica y sus familias no fue tan difícil. La ciudad permanecía tranquila y pronto el general Keane y parte de su ejército retornaron a la India convencidos que el país estaba pacificado y el nuevo emir consolidado en el poder. Luego los remanentes de las fuerzas anglo-indias, unos 4,500 hombres, se sintieron lo suficientemente seguros como para desplazarse desde sus cuarteles ubicados en la ciudadela tugurizada de Bala Hissar a un campamento levantado en las planicies, a escasos kilómetros de la ciudad. Sin embargo la presencia de los funcionarios civiles británicos en Kabul, particularmente la del enviado especial de la reina Sir William Macnaghten –quien había planificado la invasión- y su segundo, Sir Alexander Burnes, mujeriegos impetuosos y altivos victorianos, fue causando escozor entre la población local. Por un tiempo sin embargo, las cosas salieron como los británicos lo habían previsto. La lealtad de algunas tribus fue comprada con oro y otras fueron subyugadas mediante expediciones punitivas, aplicándose la efectiva política de la dádiva y el garrote. El 3 de noviembre de 1839 Dost Mohammed se rindió a los británicos y fue enviado al exilio en la india. Sir Macnaghten, cuya ambición era ser nombrado gobernador general de la India, se sintió tan confidente, que envió un mensaje a su gobierno reportando el éxito de la campaña en Afganistán. Sin embargo las cosas no resultaron tan simples. El malestar de la población se fue acentuando y el interior del país comenzaba a agitarse. El primero de noviembre de 1841 Sir Alexander Burnes fue asesinado por una multitud que atacó su residencia. Tropas afganas enviadas por Shah Shujaj para proteger al diplomático británico fueron rechazadas por las turbas enardecidas, que rápidamente desencadenaron una revuelta general. Las fuerzas británicas sin embargo decidieron no intervenir en Kabul y dejar el debelamiento de la insurrección en manos del emir, permaneciendo acantonadas en sus posiciones a prudente distancia.
Sin embargo, el 23 de noviembre los soldados británicos salieron de sus posiciones para neutralizar dos cañones que los rebeldes habían desplazado en una colina que circundaba su campamento. Luego de destruir ambas piezas de artillería, se dirigieron a un poblado repleto de insurgentes a quienes pretendieron reducir. El ataque fue rechazado; una fuerza de jinetes afganos se lanzó en contraataque y no obstante sufrir fuertes pérdidas, causó 300 muertos a las tropas inglesas. La situación se complicó cuando el hijo de Dost Mohammed, Akbar, arribó a Kabul con una fuerza de 6,000 hombres, poco después asesinaría a Shah Shujaj y asumió el liderazgo de la revuelta. En poco tiempo los afganos alzados en armas se incrementaron a 30 mil y el campamento británico fue sitiado. Sir Macnaghten intentó negociar con los rebeldes una solución. En el transcurso de los siguientes días se pactó una conferencia y el 23 de diciembre el diplomático británico, escoltado por tres oficiales se dirigió a parlamentar con Akbar. Los cuatro hombres fueron recibidos cordialmente e invitados a sentarse en alfombras desplegada sobre la nieve. En pocos minutos fueron brutalmente asesinados. La cabeza de Macnaghten fue cortada y exhibida sobre un poste en un bazar de Kabul.
No obstante el impacto que causó esta traicionera atrocidad, el comandante militar británico, general Elphinstone, se negó a recurrir a la opción armada. Desoyendo los consejos de altos oficiales como Eldred Pottinger que sugerían que el ejército se acantonara en la fortaleza de Bala Hissar hasta la llegada de refuerzos, el general insistió en negociar. El invierno se acentuaba y el hambre comenzaba a causar sus primeros estragos en la guarnición. Producto de una nueva negociación se acordó que la fuerza británica debía abandonar el país de inmediato, dejando toda su artillería y un número determinado de oficiales y sus esposas en calidad de rehenes como muestra de buena fe. Una vez que las tropas cruzaran la frontera con la india, los rehenes serían liberados. Los británicos aceptaron que se quedaran algunos oficiales pero no sus familias. También se les permitió llevarse consigo unos cuantos cañones y se les designó una escolta para garantizar su seguridad durante el cruce por los montañosos pases así como alimentación para la larga jornada.
Así, en el clímax del duro invierno afgano, el 6 de enero de 1842 los británicos iniciaron la marcha más horrifica y dramática de su historia.
La primera fase de la marcha comprendía un camino de casi 150 kilómetros hasta la ciudad de Jalalabad, donde se encontraba la guarnición británica más cercana. No parecía una distancia tan grande, pero sí un recorrido muy difícil por rutas cubiertas de nieve, estrechos, cuestas empinadas, angostos pasajes y tribus hostiles. Un total de 17,000 personas componían aquella caravana de tropas desconsoladas, mujeres aterradas y sirvientes confundidos. Setecientos de ellos eran civiles y soldados europeos, incluidos mujeres y niños; 3,800 eran soldados indios y más de 12,000 eran cargadores y sirvientes con sus respectivos familiares. Llevaban también una gran cantidad de carruajes, mulas y camellos. Los niños y sus madres iban sobre las carretas, mientras que 440 efectivos del regimiento 44 de infantería fueron destacados a proteger la retaguardia de la caravana.
No transcurrió mucho tiempo cuando los británicos, cuyo código de honor los había acostumbrado a honrar la palabra empeñada y a creer que otros harían lo mismo, comenzaron a percibir que habían sido víctimas de la ingenuidad y que Akbar no cumpliría su promesa, traicionándolos tal como a Sir Macnaghten. Así fue. La escolta prometida no apareció y en su lugar los rebeldes comenzaron a disparar a la retaguardia de la caravana mientras esta se alejaba del campamento. Pronto la situación empeoró y jinetes afganos comenzaron a hostilizar a la columna en incursiones sorpresivas y sucesivas, robando el equipaje, espantando a los animales y matando soldados y al personal de apoyo. Se desencadenó una confusión general y cuando llegó la noche, al acampar, sólo quedaba una carpa donde se refugiaron los niños.
A la mañana siguiente varias personas habían fallecido por efecto del intenso frío y la falta de protección. La marcha continuó y en las primeras horas del día los afganos se hicieron de los cañones británicos, dejándolos sólo con uno. Esa misma tarde los británicos llegaron al tortuoso paso de Khoord Cabool, de casi siete kilómetros de extensión, controlado por tribus hostiles. Ahí hizo su aparición Mohammed Akbar, quien deslindó toda responsabilidad por los ataques y prometió negociar con las tribus del lugar un libre tránsito. Una vez más los oficiales británicos creyeron en las promesas y emprendieron la marcha. A mitad de camino, cientos de guerreros afganos posesionados en las colinas del angosto desfiladero abrieron fuego. Mas de tres mil personas perecieron en este infame ataque, un gran porcentaje de las cuales eran mujeres y niños.
El 9 de enero, el general Elphinstone, que demostró una gran necedad, volvió a confiar en la palabra de Akbar, quien ofreció su protección a las mujeres y niños que aun quedaban con vida, así como a los esposos que desearan acompañarlas. Nueve niños, ocho mujeres y dos hombres aceptaron, con la esperanza que al menos el cautiverio los salvaría de una muerte segura.
La marcha continuó el 10 de enero, pero los ataques no cesaron; por el contrario, a cuchillo y mosquete los afganos causaron más víctimas. Para esa noche, se estimaba que de las 16,500 personas que apenas 72 horas antes habían iniciado la marcha hacia Jalalabad, sólo 750 soldados y 4,000 civiles permanecían con vida. Mientras los incesantes ataques continuaban, el ruin Akbar despachó mensajeros lamentando la imposibilidad de poder controlar a las tribus.
El 12 de enero, ahora con sólo 200 soldados y 2,000 civiles, Elphinstone recibió una nueva oferta de protección de Akbar. Nadie por cierto confiaba más en la palabra de quien había mostrado ser sin duda uno de los peores Judas de la historia. Nadie salvo Elphinstone, claro está, quien cabalgó hacia el campamento de Akbar y se entregó como rehén para que su gente pudiera salir de aquel infierno. Los británicos volvieron a apurar la marcha. La desgraciada columna cruzó los últimos tramos del desfiladero en la oscuridad, encontrándose con un denso cerco de ramas de espinas puesto por los afganos para impedirles continuar. No estaba vigilado sin embargo y los soldados procedieron a destruirlo y no bien lo cruzaron, el resplandecer de los mosquetes les advirtió sobre el inicio de un nuevo ataque de las bárbaras tribus. Así, los británicos fueron encerrados por los guerreros que bajaban de las cumbres y avanzaban desde atrás. Los últimos vestigios de disciplina se quebraron. Casi todos los soldados y sus seguidores fueron pasados a cuchillo y el ejército que orgullosamente había incursionado en Afganistán hacía tres años había sido aniquilado prácticamente hasta el último hombre de la manera más despiadada.
Sólo dos grupos lograron escapar de las garras de la muerte, al menos por el momento. El cirujano de la expedición, Dr. Brydon, pudo escabullirse del núcleo de la lucha, para recibir un caballo de un soldado hindú moribundo, quien se lo ofreció para que cabalgara hacia Jalalabad. Aquel soldado expiró en sus brazos y Brydon y partió sin conocer el nombre de la noble alma que le salvó la vida. Catorce hombres a caballo habían logrado escabullirse y Brydon se unió a ellos. El otro grupo consistía en 45 soldados y 20 oficiales del regimiento 44 de infantería, quienes lograron llegar hasta el pueblo de Gandmak, a menos de 50 kilómetros de Jalalabad, es decir, apenas un día de marcha. Sin embargo, en las afueras del poblado, fueron rodeados por sus enemigos. Con cuarenta cartuchos cada uno, formaron un rectángulo defensivo y se prepararon para el final. Los afganos les prometieron respetar sus vidas si se rendían. Esta vez no les creyeron y prefirieron sucumbir combatiendo. Así fue.
Por su parte el grupo que acompañaba al Dr. Brydon logró llegar a sólo 24 kilómetros de Jalalabad. Agotados y hambrientos, se detuvieron en un caserío donde los habitantes, supuestamente amistosos, les ofrecieron agua y alimentos. Los ingenuos británicos aceptaron sin saber que habían caído en una trampa y en el momento menos esperado decenas de jinetes afganos incursionaron en el poblado. Sólo cinco hombres sobrevivieron al ataque y emprendieron una cabalgata desesperada rumbo a Jalalabad. Los feroces afganos los persiguieron y en el camino cuatro de fueron ellos alcanzados y asesinados. Sólo sobrevivió el Dr. Brydon. Lo continuaron hostigando por varios kilómetros más, pero milagrosamente el cirujano alcanzó las afueras de la ciudad. Desde su posición, los británicos observaron el imponente espectáculo de un hombre herido, desfalleciendo sobre su corcel, quien había pasado a convertirse en el único sobreviviente de la caravana.
Fuente: adaptación del texto de Juan del Campo

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