miércoles, 26 de diciembre de 2012

Morir en Na San

Tranh N´Guyen había sorteado la segunda línea de alambres de púa cuando la bala perforó su clavícula. Quedó mirando al cielo, respiraba agitado. Las balas de los legionarios silbaban muy cerca y a su alrededor no paraban de caer compañeros del regimiento 172 del Vietminh. 

Las estrellas. Las vio más brillantes. Dos explosiones de morteros lo estremecieron, pero no dejó de mirarlas. Recordó el cielo de Cao Bang, dos años antes. Era un cielo nocturno de victoria, de sueños de la liberación de su país que se ponía en marcha. Recordó a sus hermanos menores. El dolor crecía. Tomó un puñado de tierra, lo hizo despacio, para que desde las trincheras francesas no notaran que aún estaba vivo. 

Tenía sed, mucha sed. Recordó los ríos de los baños de su niñez. La cara de su madre, los días de sol y el griterío de sus amigos de la aldea. Un cuerpo cayó a su lado, con el vientre abierto. Sintió gemidos, luego sollozos, después nada más. Quedó sobre sus piernas pero no atinó a correrlo. Tuvo ganas de abrazarlo. Morir en Na San no era su idea, tampoco que le pase a sus 22 años. Siempre se vio envejecer rodeado de nietos en un Vietnam sin franceses. Creía en cada palabra de Ho Chi Minh. Su optimismo se recargaba con la fe que crecía en cada discurso del Tío Ho.

Era la noche del 2 de diciembre de 1952. Pronto el amanecer le quitaría toda chance de retroceder fuera de la zona de fuego. Se preguntó que hora sería, creyó sentir el tic-tac del reloj de su tío de Hanoi cuando visitó a su familia. Estuvo casi una hora con su oreja apoyado en la muñeca, escuchando ese hermoso reloj pulsera. Se sintió defraudado cuando en ese verano de 1939 volvió a Hanoi sin regalárselo. Su tío levantaba apuestas, de cualquier cosa, seguro estaba esa noche recibiendo apuestas por la victoria o la derrota del Vietminh en Na San.

Al alba sus esperanzas se fueron con las estrellas. Cesado el combate el silencio dolía tanto como su herida. Se acercaban voces, de diversos idiomas, alemán, español, sólo reconocía el francés, aunque no lo entendía. Venían rematando heridos, a su alrededor llegó a contar unos veinte cuerpos, en total había más de doscientos. 

Las posiciones francesas no habían sido tomadas. Sería la próxima vez, convencido de lo inexorable que era el destino de independencia de su pueblo.  Sólo lamentó no poder estar presente. No era resignación. Morir no estaba en sus planes pero sí era parte del contrato en el compromiso de su lucha, que era la de todos sus compañeros del regimiento.

Un legionario alemán, enorme, se paró frente a él tapándole el sol que ya iluminaba la pendiente de la colina, un campo de muerte numerosa. Se inclinó y le revisó los bolsillos de su uniforme. Pensó en pedirle que no lo matara, pero sólo fue por unos segundos. Ya no había dolor. Prefirió sonreír. Esa era su victoria sobre el europeo opresor. El alemán se puso de pie y apoyó el caño de su rifle MAS 36 en su frente y disparó. Tranh no dejó de sonreírle mirándolo a los ojos.

Sólo dos años después ese legionario alemán murió de disentería camino al cautiverio luego de la derrota de Dien Bien Phu, con una mueca trágica, sin ningún motivo para sonreír.