Antes del tsunami neoliberal las galletitas venían en grandes latas. El almacén del barrio tenía paredes de latas de galletitas. Se compraban de a cuarto, de a medio, de a kilo. Y si te aumentaban el kilo te enterabas. No había forma de achicar el paquete salvo algún perro en la balanza. Pero el almacenero era vecino además, sabías donde vivía, si te cagaba era por poco, a riesgo que la cuadra entera lo muela a trompadas.
Hoy la impersonalidad del supermercado se viste de paquete de tamaño impredecible y balanzas muy lejanas.
En la ochava de Canalejas (hoy Felipe Vallese) y Terrada, en el barrio de Flores, estaba el almacén de los Carreño, clásica esquina almacén de una construcción que ya no existe. Dos gallegos solterones que se los morfaba una paraguaya a la que le sobraba paño para dos hermanos más. Te podías llevar con la misma plata una buena bolsa de galletitas Express, livianas, o una exigua bolsa de habanitos bañados en chocolate, más caros y pesados.
En la ochava en diagonal vivía mi tío y desde la terraza, que aún existe (hasta que le llegue alguna torre de Macri), los 31 de diciembre se repetía un clásico que todos esperaban: las cañitas voladoras tomaban dirección vertiginosa desde esa terraza hacia la puerta del almacén. El hombre llegaba a la Luna en esos años; a mi viejo, a su hermano y cuñados los inspiraba Von Braun.
Era el modo que la cuadra le decía que cierre el almacén, por lo menos en Fin de Año. Entraban varias hasta que los Carreño bajaban la persiana a las puteadas. Cada una era festejada por grandes carcajadas de hombres adultos, padres de familia ya y de toda la pendejada alrededor, que tapaban los gritos de las mujeres para que cesara el anual ataque.
En esos días también en los kioscos estaban los paquetes, el familiar y uno pequeño, de cinco galletitas, para llevar al colegio.
Luego aparecieron las galletiterías, pequeños negocios llenos de estas latas.
Pero un día vino un ogro malo del norte, Nabisco, y le propuso a Don Terrabusi, flor de ogro, que a cambio de dinero se apartara de su fábrica y dejara que ellos se empomaran a todos los obreros, muchos de toda la vida, que trabajaban en Terrabusi.
Don Terrabusi, aceptó, como tantos empresarios argentinos, fundadores o herederos, que entregaron sus emprendimientos y su razón de ser en los '90 vendiéndolos a inversores extranjeros. Se colonizaron miles de empresas nacionales en esos años.
Los obreros a empezar de cero, los que quedaron, ya habían desaparecido algunos en la Dictadura, por eso no es raro que Montagna haya estado en la UIA de Menem. Parece que el slogan "Dígale sí a Terrabusi" hablaba del clima reinante de opresión en la fábrica.
El ogro Nabisco incluso cambió las fórmulas y esencias de los productos cuyas marcas había comprado. Pero llegó Kraft Foods, un ogro grande que le sopló la nuca al chico, Nabisco, que tan grande parecía cuando compró Terrabusi.
Ahora era Kraft Foods el nuevo empomador de los obreros y reclutó conocedores del tema, ex empomadores de los obreros de Clarín.
Y festejó los 80 años de la marca apropiada con paquetes cada vez más pequeños y que se acercan, peligrosamente, a los paquetes que llevábamos al colegio. Claro, las Express tienen 80 años, la vejez arruga y achica.
Ahora era Kraft Foods el nuevo empomador de los obreros y reclutó conocedores del tema, ex empomadores de los obreros de Clarín.
Y festejó los 80 años de la marca apropiada con paquetes cada vez más pequeños y que se acercan, peligrosamente, a los paquetes que llevábamos al colegio. Claro, las Express tienen 80 años, la vejez arruga y achica.
Lo mismo hacen con todas las marcas cautivas en su campo de concentración en Pacheco:
Como los de Cadbury, que se apropiaron de la marca Mantecol en el 2001 pagando 50 palos verdes. En el mundial la vendían como "la golosina nacional", aún después de cambiarle algunos de sus ingredientes y ellos ser una empresa inglesa.
Para los de Georgalos significó salvar la ropa, al lado de los guarangos de Bagley y Terrabusi que vendieron hasta su madre, Georgalos sacrificó su hijo predilecto pero no vendió el alma de la familia. Apenas se cumplieron los años que por contrato no podían fabricar un producto similar, Georgalos salió al mercado con el NUCREM, el verdadero Mantecol.
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